El Real Madrid puede ganar la Liga. Si la debacle ante el Barcelona no genera malos rollos internos, el equipo de Mourinho es capaz de vencer 18 partidos seguidos hasta llegar al 20 de abril a jugar la vuelta en el Camp Nou con el campeonato de la regularidad casi sentenciado. Su potencial mostrado esta temporada demuestra que, por hambre, verticalidad y facilidad goleadora, los blancos pueden imponerse a todos los equipos de la Liga BBVA, tanto en el Bernabéu como lejos de él. Mourinho tiene razón cuando suelta, con su habitual modestia, que están cuajando una temporada sobresaliente. Dicho esto, la literatura, la propaganda y la trompetería habitual que glorifica el madridismo y que, por sus múltiples altavoces, este otoño se había empachado de decir que ellos jugaban mejor (e incluso mucho mejor) que nosotros, se terminó el sábado a la medianoche. El Barça les demostró, en su cara, que jugando a fútbol sigue estando, muy a su pesar, algunos peldaños por encima. El partido fue, como dijo el presidente Rosell, un baño futbolístico. Pero la lección de la noche fue, sobre todo, un baño de realismo. Se acabó la farsa. No sólo Hermel y Roncero tocaron de pies en el suelo, sino también los miles de merengues de buena fe que fueron a Chamartín pensando que esta vez sí iban a poder derrotar al Barça con argumentos futbolísticos. Los ramalazos de Benzema, el instinto asesino de Cristiano Ronaldo, los pases de Ozil o las genialidades de Di María tenían que ser argumentos para destronar el aburrido y archiconocido tiqui-taca del Barça que se estrelló en Getafe. Pues no, su versión se fue al traste. El rondo eterno del mejor equipo nunca visto no sólo le remontó el partido al Madrid, sino que le acabó sometiendo hasta tal punto que, en los minutos finales, el espíritu de Juanito no apareció por ninguna parte. El Madrid, contra nosotros, juega con demasiadas dudas antes y durante el partido. La paciencia del Barça tras el gol en el minuto de silencio y el planteamiento de matrícula de honor de Guardiola (abriendo tanto el campo con Iniesta y Alves, juntando a tantos tocadores en el centro y dejando a Alexis corriendo a la espalda de todos) terminó por bajarles de la nube hasta hacer enmudecer a un entendido público del Bernabéu que veía, atónito, cómo sus presuntas estrellas bajaban los brazos mucho antes del pitido final. Como le pasó al Manchester United en Wembley. O en Roma. El Barça agota a los rivales y, de tanto perseguir sombras en un territorio tan extenso, las estrellas acaban por rendirse. Lo mejor, de nuevo, es que las mejores exhibiciones de esta temporada, en San Siro y en el Bernabéu (y vistas en todo el mundo), las ha hecho el equipo de Guardiola jugando con tan sólo tres defensas y metiendo tres tantos en dos estadios donde los rivales no suelen pasar del gol del honor.
Mientras el vestuario madridista y el entorno merengue justifiquen su sonada colección de derrotas ante el Barça por los arbitrajes -como antaño- o por la mala suerte, como sucedió esta semana, no nos atraparán nunca, futbolísticamente hablando. Negar la realidad es una forma segura de no cambiarla. También es verdad que si Cristiano Ronaldo, en lugar de hacer la postura para la foto antes del remate, hubiera metido cualquiera de las dos ocasiones que nunca falla, hoy los voceros del madridismo seguirían con la farsa y yo, a seis puntos de los blancos, no habría escrito este artículo. En el fútbol, como en la vida, al final, se trata siempre de meterla.